Ante el calor de La fragua, el fresco de La pileta (foto aportada por el lector Daniel Petoletti)
CAPÍTULO I
EN
Apreciar la belleza de ese cuerpo grácil entregado
a su contemplación lo inundó de emoción. Por un momento, apartó la vista de
ella y la paseó por el cuarto. La semipenumbra y las luces ambarinas creaban un
clima cálido, apropiado para su intimidad.
Con la
delicadeza de un amante oriental, acercó el cirio a la llama trémula del
hornillo de esencias, encendiéndolo y protegiéndolo de la brisa que soplaba
entre las cortinas. Prolongando el juego, durante un instante aspiró la
fragancia que ella había escogido y después se aproximó lentamente, del lado de
la cama opuesto al balcón del cuarto de hotel.
Sus pasos no hacían ruido ni dejaban marca sobre la
alfombra. Inclinó el cirio hacia el vientre terso de la mujer y dejó caer
varias gotas de cera. Pese a que estaba caliente, ella no se quejó. Hacía
minutos que estaba muerta.
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