CAPÍTULO IV (fragmento)
Lavó la vajilla. Eran las once. Despejó la mesa del estudio y empezó a revisar literatura de casos partiendo de lo que era menos abundante: antecedentes nacionales de crímenes en serie.
El primero de la lista era Carlos Eduardo Robledo Puch, condenado en febrero de 1972 por 36 delitos que incluían 11 homicidios y dos violaciones. Sin embargo, en la mayoría de sus crímenes, el placer de asesinar se mezclaba con el robo, lo que hacía cuestionable su perfil como asesino serial. También estaba “El Loco del Martillo”, un criminal de la década del ’60 que asesinaba a martillazos y remataba a sus víctimas con un clavo. “Una versión sesentista del Petiso Orejudo”, pensó. Extrajo de los anaqueles la segunda carpeta de recortes de casos, junto con compilaciones documentales y libros. Otro caso: Ricardo Caputo, asesino de cuatro personas, parecía responder más claramente a la definición del asesino en serie, pero había cometido sus crímenes en Estados Unidos y México.
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