viernes, 14 de enero de 2022

Turismo con La fragua (1): un paseo por el río San Antonio

 


Foto del río San Antonio en la zona de Cuesta Blanca (fuente: Airbnb).


CAPÍTULO III (fragmento)

EL OJO DEL SILENCIO (ERNST)


Le gustaba caminar por el río bordeando las rocas, que allí eran grises e imponentes, y disfrutaba en particular de ese lugar al que le había dado un nombre propio: El Ojo del Silencio, porque le recordaba al cuadro de Max Ernst, una especie de teatro con rocas altas donde el río se encajonaba, proyectando reflejos y reverberaciones de luz danzando contra las aristas de piedra que enmarcaban ese tramo del río San Antonio.

    La fascinación por el lugar tenía que ver con la visión del óleo de Ernst, también con esa especie de embudo silencioso que producía la disposición de las rocas y con el vértigo que sentía al asomarse hacia el calmo y oscuro ojo de agua, unos 20 metros por debajo de sus pies, al que nunca se había atrevido a arrojarse. Desde la primera vez que vio El Ojo del Silencio, experimentó una aprensión difícil de definir, como una suerte de temor reverencial. Esa sensación permanecía como un enigma que no había podido descifrar en cientos de visitas al lugar. Quizá fuera la calma superficie del agua, con una oscuridad que muchas veces no dejaba pasar la luz; quizá fuera ese vacío del que todos los sonidos parecían fugarse, dejando el silencio suspendido entre las paredes de piedra.

    A pocos metros de allí, el río se dejaba apreciar en su esplendor de colores, olores y sonidos. El desnivel y el agrupamiento de piedras lo dividían en dos brazos desiguales, sobre un conjunto de rocas grises con vetas más claras en plano inclinado hacia el oeste, formando dos pequeñas cascadas donde el torrente se hacía blanco espuma por un momento para luego retomar su color cristalino, teñido de amarillo hacia la orilla por la arena y salpicado de sol en toda la extensión de la olla en la que se embalsaba antes de encontrar otro rápido. Soplando contra la corriente, el viento de ese momento creaba la ilusión de que el flujo del curso de agua se había invertido.

    El río traía piedras de infinitos tamaños, texturas y minerales, como una representación a escala microscópica de la inmensidad de la Creación. Las miraba y se preguntaba de dónde provenían, cuán viejas eran, por cuántas edades del mundo habían pasado, si habían permanecido impasibles allí o habían sido arrastradas desde paredones, cuevas o despeñaderos. Solía pasar horas caminando y saltando descalzo entre las piedras para sentir el contacto con la roca y comprobar satisfecho que su cuerpo aún era firme y que sus reflejos y sentido del equilibrio le permitían hacerlo todo como cuando era adolescente.



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