CAPÍTULO XXXVIII (fragmento)
Romich, satisfecho por lo que consideraba un momento
cumbre de su carrera periodística, salió a comer con Tapia para festejar.
Fueron a un restaurante recomendado por Di Lillo: consultaron la carta y
pidieron salmón ahumado y cordero con brócoli, todo regado con vino de
excelente cosecha.
Comieron y bebieron abundantemente. A la hora de
los postres, Romich estaba exultante. Quería compartir su buena estrella con
Tapia, con todo el mundo.
–Hoy me llamaron unos policías, tratando de
asustarme. Dijeron que me acusarían por obstrucción a la justicia. ¿Sabés qué
les dije? “Váyanse a la mierda. Sin mí no tendrían nada, la única razón por la
que cuentan con Loringhoven es que yo publiqué las fotos. Yo les di a la
geóloga, que es la única pista concreta que tienen. Hagan lo que quieran, demándenme;
el diario, el canal, todos me respaldarán”.
Tapia sonrió, cómplice.
–Me quieren dar lecciones de ética periodística a
mí, cuando Aguirrestegui y su ladero operan todo el tiempo con ese pregón del
gobierno, ese pasquín oficialista... jajaja, no saben qué hacer, pobres pelotudos,
casi los compadezco.
El periodista bebió un trago de vino. Entonces,
Tapia dijo:
–La verdad, haber llegado a la Cripta antes que la
policía fue un golpe de suerte, ¿no?
–Sí, claro; pero no se trata solo de tener la
oportunidad, sino de saber verla y saber usarla. Y, modestamente, ahí estuvimos
más que bien, ¿no?
El fotógrafo asintió, levantó la copa e hizo el
ademán de brindar.
– ¡Salud!
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