CAPÍTULO XI (fragmento)
Retomaron la marcha hasta el Cerro Mogote, donde llegaron al caer la tarde. Con su celular provisto de GPS, les mostró a los turistas la posición y coordenadas del sitio en donde estaban.
–Este es el Cerro Mogote u Horqueta de Achala, el más alto del macizo Los Gigantes. Su cima está a 2.376 metros sobre el nivel del mar. Es fácil de subir, pero también lo dejaremos para mañana. Ahora hay que descansar, armar las carpas y luego preparar la cena. Vamos a acampar allí, en el prado, cerca de ese refugio de piedra, llamado El Refugio de los Nores. De adolescente, yo solía acampar en esa caverna que está en la base del cerro, pero las carpas son más cómodas. Ya estamos grandes para hacer de cavernícolas, ¿no?
Las risas del grupo confirmaron que todos preferían dormir cómodos esa noche. Compartieron la merienda. La cena la haría él, para todo el grupo, después de armar las carpas.
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Habían terminado la cena una hora atrás y los turistas dormían después de disfrutar la visión de los valles desde las alturas colindantes con el Mogote. Él no había entrado a las carpas: permanecía fuera, embelesado con la noche.
La constelación de Taurus y las Pléyades titilaban en el frío nocturno. También podía adivinar la posición de Aldebarán, la estrella naranja: la había visto muchas veces a través de un telescopio. Era abril, así que las constelaciones Boötes, Virgo y Canes Venatici podían verse con claridad, al igual que Orión, con las azules Tres Marías y Betelgeuse, la supergigante roja.
Desde el preciso filo de Los Gigantes, desde donde se divisan a la vez Punilla y Traslasierra, observó las luces del primero de esos valles, con la miríada titilante de las poblaciones entre las dos cadenas y la más notoria constelación de Córdoba detrás de las Sierras Chicas. Ese espectáculo nunca dejaba de maravillarlo.
Tiempo atrás, cuando aún concebía la idea de un Dios etéreo, un demiurgo flotando sobre el mundo, había pensado que Dios vería las cosas más o menos como él las veía ahora. Por mucho tiempo, él había buscado a Dios y a La Verdad en el cielo y las estrellas. Pero su momento de Iluminación había llegado el día en que se asomó al interior de la caldera del Ojos del Salado, al interior de la Tierra, cuando se volvió sobre sí mismo: en las entrañas recónditas donde se hallaba la fragua de Vulcano había hallado la razón de ser de todas las cosas, de la creación y de la destrucción, de sí mismo.
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