Capítulo XXXVIII (fragmento)
–Imagine que somos alumnos suyos y relátenos la
historia de la erupción del Vesubio –pidió Víctor.
–Creí que descansaríamos en este trayecto.
–No quiero que nos hable del Jardín de los
Fugitivos, sino que haga un relato histórico de la erupción, para conocer el
contexto. Nunca se sabe, quizá haya algo de utilidad.
–De acuerdo –dijo Loringhoven, complacida de poder
hablar en esos términos. Como si estuviera ante sus alumnos, comenzó–: la
erupción del Vesubio que sepultó la ciudad de Pompeya fue presenciada por
Plinio El Viejo, que dirigía las tripulaciones de la flota romana. Él también
fue víctima de las emanaciones del volcán cuando intentaba socorrer a la ciudad.
Pompeya quedó olvidada por generaciones. A fines del siglo XVI, se encontraron sus
ruinas. Todas las fotos que puedan ver no le hacen justicia: es impresionante
caminar por esas calles y calzadas de adoquines, donde todavía se ven las
rodadas de los carruajes, edificaciones en pie y docenas de cuerpos humanos y
animales domésticos petrificados por las cenizas volcánicas.
Escuchándola, Víctor recordó las sensaciones que experimentaba
cuando hablaba el profesor. Máximo también, pero se dijo que sin duda la prefería
a ella.
La geóloga notó la concentración de las miradas
masculinas. Estaba habituada a concitar la atención de los hombres y se sentía
muy segura de su atractivo físico, excepto por un detalle, que procuraba
ocultar con su cabello: el lóbulo de su oreja izquierda le parecía
desproporcionadamente grande. Esperando que ninguno lo notara, se ajustó los lentes
sobre el puente de la nariz y prosiguió.
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