Anochece, y la tormenta que llegó desde el este hace rugir las ventanas de Metzadir. El viento suena como una tromba por la cañada que recorre el río; en el suelo comienza a medrar el ruido suave de las primeras gotas de llovizna cayendo sobre el pasto. El olor a tierra mojada asciende hacia él, que está de pie en el balcón de la casona y lo aspira, casi saboreándolo. Abre las ventanas para que el aire penetre en la estancia. Detrás de la silueta oscura de las montañas, los relámpagos atraviesan la oscuridad como ramas retorcidas y los truenos que les siguen resuenan entre los cerros como detonaciones de canteras.
Antes de la tormenta, había pasado un par de horas navegando en internet. Recorriendo páginas de eventos sociales, rastreó información sobre bodas para verificar si alguna de las mujeres seleccionadas iba a casarse pronto. No había encontrado nada, así que destinó la segunda hora a chequear sitios sobre vulcanología y andinismo.
En octubre realizaría el viaje al Ojos del Salado. La mejor época para subir al volcán comenzaba en ese mes y se estiraba hasta marzo, pero había decidido mantener el de su primer viaje. Como cada año, partiría por el antiguo Camino Real al Alto Perú; después de todo, iba a visitar la región que los incas llamaban Tawantisuyo, el Reino de las Altas Montañas Nubladas, la segunda región más elevada del mundo después del Himalaya. Allí, en la Coronación del Cinturón de Fuego, a través de los Ojos del Salado, él había podido ver como latía el corazón, la sangre y el pulso de la Tierra misma.